El arte ya no es más, si acaso, que resistencia, incluso a si mismo.
No podemos pensar tal resistencia (resonancia) si no es a la luz, o sombra, ésta es una cuestión óptico-geométrica de carácter térmico, de acontecimientos que han venido marcando la deriva semiológica y semiótica de todos los procesos constitutivos de del lenguaje: construimos, habitamos y pensamos… persistimos y tratamos de ir más allá.
La Trans(des)composición de los lenguajes de las diferentes disciplinas o campos de lo estético, y de la ciencias en general, han supuesto contaminaciones, hibridaciones, mutaciones, alteraciones críticas, y todo un largo etcétera de procesos e interacciones en el propio sistema de los objetos, de lo social, de lo mediático e incluso en el sistema y discurso de lo político y de las relaciones ahora transhumanas (ya casi posthumanas) y de poder, es decir, en los usos y costumbres que del lenguaje se designaron, nos enseñaron y aprendimos, y que ahora, con un esfuerzo aún titánico, tratamos de transmutar en algo, tal vez en aquello que pueda ser, todavía, morada de una resistencia vital y culturalmente genética: tan vacía como cuando todavía no era.